Guatemala: el primer golpe de la CIA en América latina
primer golpe de Estado en América latina organizado por la Agencia Central de Inteligencia (CIA) contra el gobierno democrático de Guatemala. Este episodio sedicioso puso fin a una experiencia democratizadora iniciada en 1944 e instaló la Guerra Fría en la región. En su hechura participaron la derecha local, la transnacional United Fruit Company (UFCo.), embajadores de países vecinos, poderosos empresarios y terratenientes, militares reaccionarios, jerarcas de la Iglesia Católica, medios de comunicación, políticos estadounidenses, todos con la coordinación y el apoyo logístico de la CIA.
Desde fines del siglo XIX, una sucesión de dictadores civiles y militares se alternaron en el poder e instituyeron la violencia como recurso al servicio de los terratenientes y de empresas como la “frutera” UFCo. Los gobiernos afianzaron el sistema de tenencia de la tierra marginando a la comunidad maya que, con la introducción de la producción cafetalera, bajo coerción proporcionó la mano de obra barata. Mediante concesiones se entregaron tierras, puertos y servicios de energía eléctrica al capital estadounidense. La UFCo., productora y comercializadora del banano, fue beneficiada con diversas medidas que contribuyeron a incrementar su poder económico y político.
Elegido en 1931, el general Jorge Ubico implantó una legislación represiva dirigida contra los indios y eximió a los terratenientes de responsabilidad penal, de manera de instaurar la violencia de los latifundistas contra los campesinos sin tierra. Para cumplir sus compromisos con la UFCo., aplastó la protesta social recurriendo al fusilamiento de líderes sindicales, dirigentes estudiantiles y opositores.
Con el desenlace de la Segunda Guerra Mundial, Ubico, admirador de las potencias del Eje, enfrentó la protesta de los sectores medios, de los estudiantes universitarios y una huelga general cuya represión costó decenas de muertos. Ante las múltiples movilizaciones populares, Ubico abandonó el poder en julio de 1944 y, en su reemplazo, asumió una junta militar que prometió llamar a elecciones, pero pronto mostró la intención de perpetuase en el poder y recurrió a los métodos represivos empleados por Ubico. En octubre de 1944, un grupo de jóvenes oficiales se rebeló contra el régimen bajo la consigna “Constitución y democracia”. Encabezado por el mayor Francisco Javier Arana y el capitán Jacobo Árbenz Guzmán y acompañado por estudiantes y trabajadores armados, el movimiento cívico-militar logró derrotar a las fuerzas leales a la junta.
De inmediato se hizo cargo del poder una nueva junta integrada por el comerciante Jorge Toriello y los mencionados Arana y Árbenz, dando comienzo al período propiamente revolucionario. El nuevo gobierno desplegó una febril actividad para extirpar los rasgos dictatoriales que dejaron su impronta en la sociedad guatemalteca. Convocó a elecciones para conformar una nueva Asamblea Legislativa. En 1945 se votó una Asamblea Constituyente que redactó una nueva Carta. El nuevo estatuto permitía la organización sindical y establecía que la propiedad privada era un derecho con función social. Asimismo, se derogaron las leyes y decretos de corte feudal como el que, entre otros, imponía el servicio personal, gratuito y obligatorio en la construcción de caminos públicos, y el que permitía a los terratenientes matar a quienes intrusaran sus propiedades con fines de robo. Se fueron afirmando los derechos y garantías de todos los ciudadanos sin distinción de credos religiosos o políticos y se estableció el voto secreto y obligatorio para todas las personas, incluso analfabetas.
En las primeras elecciones presidenciales libres de la historia guatemalteca, a fines de 1944, fue consagrado Juan J. Arévalo con el 85% de los votos. La victoria de Arévalo fue percibida como una amenaza por los sectores dominantes que, si bien perdieron el poder político, no cesaron en sus intentos golpistas, conservando el poder económico, lo que pasó a constituirse en el principal desafío que debió afrontar todo propósito modernizador.
El ejercicio de sus potestades por parte del gobierno guatemalteco preocupó al Departamento de Estado. En 1948, Washington designó embajador a Richard C. Patterson Jr. quien, en declaraciones a Time, destacó que su misión era “construir en Guatemala un ejemplo de contención al comunismo y a las inquietudes sufridas por las compañías norteamericanas en todas partes”. Investigaciones del Ministerio de la Defensa constataron que el embajador norteamericano tenía relaciones con grupos golpistas. Como consecuencia, en marzo de 1950, bajo presión del gobierno guatemalteco, Patterson retornó a Washington.
Un año después se registró un hecho novedoso: por primera vez, un presidente constitucional de Guatemala entregaba el mando a otro elegido conforme a los preceptos constitucionales. Arévalo era sucedido por el coronel Jacobo Árbenz Guzmán, elegido en las urnas mediante comicios tan pulcros como los que consagraron a su predecesor.
El nacionalismo popular de Árbenz se internó resueltamente en un terreno estratégico para el desarrollo de Guatemala: “Convertir a nuestro país de una nación dependiente y de economía semicolonial en un país económicamente independiente; convertir a Guatemala de país atrasado y de economía predominantemente semifeudal en un país moderno y capitalista”. Entre las medidas concretas para liberar a Guatemala del monopolio extranjero de la UFCo. y la International Railways of Central America, Árbenz desarrolló un ambicioso plan caminero. Además, planeó la construcción de un puerto en la Bahía de Santo Tomás para sortear el control que el monopolio ferrobananero ejercía sobre Puerto Barrios.
De las medidas gubernamentales, la ley de Reforma Agraria fue la que más irritó a los grandes terratenientes. La reforma apuntaba a desarticular el histórico e inequitativo sistema de tenencia de la tierra caracterizado por la concentración de su propiedad en manos de las fincas cafetaleras y de la “frutera”. Sancionada en 1952, establecía las condiciones bajo las cuales se expropiarían las tierras improductivas y por las que serían otorgadas a quienes las requirieran. Se procuraba acabar con las relaciones de servidumbre personal en el ámbito rural y promover un desarrollo capitalista independiente mediante la expropiación de las tierras incultas para su entrega a los campesinos que no tuvieran tierras o poseyesen pocas. Los terratenientes cuestionaron la medida, que consideraban inconstitucional, inoperante, comunista y un intento estatal para convertirse en un único y poderoso dueño. Lo que más sublevaba a los latifundistas era la disposición de hacer desaparecer “toda sujeción personal de los trabajadores a los propietarios de fincas o a sus representantes”.
La medida tuvo vigencia durante el breve período de 18 meses, en los cuales se afectó casi el 20% de las tierras guatemaltecas. Se calcula que casi 700.000 personas fueron beneficiadas. El principal propietario del país era la UFCo. En marzo de 1953, el gobierno le aplicó la reforma y expropió a la frutera casi 400.000 acres de tierras incultas, en la mayor expropiación producida durante la vigencia de la ley. Conforme la legislación, la indemnización se fijó teniendo en cuenta el valor declarado por la empresa al momento de abonar el impuesto territorial en 1950, en casi 1.200.000 quetzales a pagar en bonos a largo plazo.
La frutera elevó sus demandas al presidente estadounidense Dwight Eisenhower y al titular del Departamento de Estado, John Foster Dulles. Este respaldó los reclamos del monopolio frutero y avaló su demanda de 16.000.000 de dólares de resarcimiento. El rechazo de Árbenz incentivó la campaña estadounidense contra el presidente guatemalteco. Gran parte de la prensa norteamericana se sumó a la misma en un contexto fuertemente contaminado por el macartismo. A fines de 1953, el Departamento de Estado comenzó a planear el derrocamiento de Árbenz. Ya en enero, al asumir la presidencia, Eisenhower denunció que “el comunismo luchaba por establecer su primera cabeza de playa en ambas Américas, logrando el control de Guatemala”. Por su parte, Foster Dulles declaró durante una conferencia de prensa que, “aunque se arreglara el problema de la UFCo., aunque pagaran una moneda de oro por cada banana, esto no modificaría la cuestión de la infiltración comunista en Guatemala. Ese es el problema, no la United Fruit”.
Los conspiradores locales –latifundistas heridos por la reforma; grupos dominantes, en general afectados por las políticas progresistas; políticos y militares desplazados– carecían de la entidad suficiente para derrotar electoralmente al gobierno democrático, pero contaban con el respaldo de los gobiernos dictatoriales de derecha de países próximos como el de Anastasio Somoza García, dictador nicaragüense; de su similar dominicano, el vitalicio Rafael Leónidas Trujillo; del hondureño Tiburcio Carías Andino y del venezolano Marcos Pérez Jiménez.
Mientras el arzobispo de Guatemala, Mariano Rossell y Arellano, en una carta pastoral condenó el avance del comunismo, en abril de 1954 la CIA promovió encuentros secretos entre el cardenal de Nueva York, Francis J. Spellman, y sacerdotes guatemaltecos para sugerirles que la Iglesia debía preservar la fe contra la contaminación espiritual proveniente de los avances liderados por los comunistas.
Quedó al Departamento de Estado, a través de la CIA, la tarea de tejer la urdimbre golpista articulando a los distintos sectores opuestos al proceso democrático y revolucionario. En sintonía con el operativo sedicioso, y acompañando los esfuerzos diplomáticos del Departamento de Estado para aislar a Guatemala, se desplegó una guerra psicológica encubierta. La CIA financió una radioemisora a cargo de un grupo de exiliados que transmitía desde Nicaragua mensajes contra Árbenz. Por otra parte, la oposición estadounidense a Árbenz procuraba preservar la solidaridad hemisférica y servir de advertencia para los intentos de cualquier gobierno latinoamericano de evadirse del redil construido por la hegemonía norteamericana.
Cabe preguntarse si la penetración comunista tenía suficiente andamiaje como para adueñarse del poder. El Partido Comunista fue reconocido por Árbenz en 1952. Su participación en las elecciones de 1953 se tradujo en la magra obtención de cuatro escaños sobre cincuenta y ocho que tenía el Congreso. Su mayor influencia se registraba en el reducido movimiento obrero organizado. También tenía ascendiente entre los intelectuales; mientras que entre los militares su peso era nulo, y en el diseño de la política de Árbenz, escaso.
En 1953, la CIA designó a Juan Córdova Cerna para encabezar el golpe contra Árbenz. No tardó en generarse una pugna por el liderazgo del movimiento con Castillo Armas, quien finalmente fue el elegido por la central norteamericana. El nuevo líder había estudiado ocho meses en la base militar Fort Leavenworth, en Kansas, contactándose con varios oficiales de inteligencia estadounidenses. Retornó luego a su país, donde llegó a ser director de la Escuela Politécnica. A mediados de abril de 1953, el presidente Eisenhower dio su consentimiento y aprobó un presupuesto de 2,7 millones de dólares para la operación golpista. Meses después, durante una reunión de la comisión del NSC, aprobaron el operativo. Fue designado ejecutivo de la operación el coronel Albert Haney, que estableció su sede de operaciones en las cercanías de Miami, Florida, creando grupos de acción en Honduras, Nicaragua y, obviamente, en Guatemala.
En noviembre de 1953, mientras se firmaba un pacto militar entre Estados Unidos y Nicaragua, Eisenhower y Dulles enviaron a John Emil Peurifoy como embajador en Guatemala para coordinar las acciones de la CIA y de los otros embajadores norteamericanos en Centroamérica, actividades encubiertas tendientes a expulsar a Árbenz. A mediados de diciembre, Peurifoy realizó una cena en la embajada para agasajar al presidente de Guatemala. Árbenz comenzó planteando el tema en sus justos términos: el problema era entre la UFCo. y su gobierno. De inmediato, el norteamericano hizo llegar a Washington su primera impresión del presidente guatemalteco: “Me pareció que el hombre pensaba como un comunista y hablaba como un comunista, y que si no lo era, actuaría como uno hasta que apareciera otro de verdad”.
Aprobado el operativo y, con el informe de Peurifoy pronosticando la caída inminente de Guatemala en manos del comunismo, Foster Dulles apuró la concreción del golpe. Una decisión de Árbenz sirvió de pretexto para disparar el golpe de Estado. La oficialidad del ejército guatemalteco tenía, entre sus preocupaciones, la carencia en la provisión de armas y equipos y, además, los tibios intentos de Árbenz por armar a los campesinos y a los trabajadores. Washington bloqueó los propósitos de Guatemala de comprar en otros países. Frente a la presión de los militares, el deterioro del stock armamentista y el aislamiento regional, el gobierno concretó la compra de armas a un país del bloque soviético: Checoslovaquia. El envío se efectivizó en un barco sueco que arribó a Puerto Barrios en mayo de 1954, bajo la vigilancia de agentes de la CIA. De inmediato, Foster Dulles exageró afirmando que Guatemala “se ha puesto en condiciones de dominar militarmente la región centroamericana ya que el gobierno guatemalteco ha hecho gestos contra sus vecinos que lo consideran un peligro y que se han visto, a causa de ello, forzados a pedir ayuda”.
Por su parte, la prensa estadounidense reprodujo un supuesto telegrama de la Agencia donde se declaraba que el “cargamento es una evidencia impactante de que los soviéticos y los comunistas se proponían asumir el control total”. En tanto, Somoza rompía relaciones con el gobierno guatemalteco, acusando a su embajada en Managua de hacer propaganda comunista, al tiempo que recibía de los Estados Unidos un cargamento de al menos cincuenta toneladas de armas y, en un campo de adiestramiento, bajo la supervisión de un funcionario de la CIA, se preparaban guatemaltecos, nicaragüenses, hondureños y norteamericanos para integrar la mesnada que, con la conducción de Castillo Armas, se preparaba para invadir Guatemala.
Desde entonces, la escalada bélica contra el gobierno de Árbenz se intensificó. Guatemala sufrió un bloqueo naval por parte de Estados Unidos, en tanto el presidente de Honduras pidió a Washington que invocara el TIAR para enfrentar al comunismo en América latina y firmó un pacto militar con la gran potencia. Armas, municiones, aviones y técnicos llegaron a Tegucigalpa y Managua para reforzar la retaguardia de los combatientes destinados a invadir Guatemala. En junio de 1954, Castillo Armas, con una “fuerza liberacionista” integrada por 150 mercenarios, atravesó la frontera e invadió Guatemala. Avanzaron hasta estacionarse en la iglesia del Cristo Negro en Esquipulas, donde Castillo pidió la bendición de Cristo para su aventura golpista mientras aguardaba la renuncia de Árbenz.
Simultáneamente, provenientes de Nicaragua, aviones P47 Thunderbolts, facilitados por el gobierno estadounidense y piloteados por norteamericanos, bombardearon la ciudad capital, el puerto San José sobre el Pacífico y bases militares sin encontrar respuesta por parte de la obsoleta aviación local. Mientras, personal de la CIA desde la Florida interfería las transmisiones radiales guatemaltecas magnificando la invasión. Ese mismo día, la delegación guatemalteca en la ONU acusó a los Estados Unidos por el ataque a San José, señalando la participación de aviones norteamericanos piloteados por agentes de la CIA. El Departamento de Estado negó su participación en los hechos y los atribuyó a una revuelta interna. En la oportunidad, el comportamiento del gobierno estadounidense fue acremente censurado por el secretario general de la ONU, Dag Hammarskjold.
Por su parte, el canciller Guillermo Toriello recurrió al Consejo de Seguridad de la ONU para que no se permitiera el accionar de los insurgentes en los países vecinos, se ordenara el cese del fuego y una comisión observadora se trasladara a Guatemala. El 20 de junio, el Consejo presidido por Henry Cabot Lodge aceptó la moción de Estados Unidos, Colombia y Brasil para que la cuestión se derivara a la OEA, donde la gran potencia contaba con amplia mayoría, pero el veto soviético imposibilitó la maniobra.
Los Estados Unidos se oponían a que un cónclave extrarregional interviniera en el asunto y, finalmente, el caso fue derivado al seno de la OEA. En este marco, los guatemaltecos aceptaron cooperar con el Comité Interamericano de Paz pedido por Honduras y Nicaragua, países adheridos a la postura norteamericana. El 28 de junio, el Comité dispuso enviar un cuerpo investigador, mientras el Consejo de la OEA convocó a una reunión de consulta a concretarse en Río de Janeiro el 7 de julio. Ante la celeridad que ameritaba el tema, la medida parecía dilatoria. De cualquier manera, el conflicto experimentó un vuelco que hizo innecesarias las trapisondas diplomáticas y resultó funcional a la estrategia de Washington. El sector de la oficialidad guatemalteca devoto de la institución militar nunca resignó su aspiración a conservar el monopolio legítimo del ejercicio de la violencia, por lo que mostraba preocupación ante todo intento de perderlo. Si bien Árbenz entregó las armas compradas a los militares, no renunció a sus planes de entrenar a las milicias populares. Este propósito presidencial inquietaba a los altos mandos.
El desasosiego de los jefes militares se veía incrementado por la campaña psicológica de los estadounidenses que enfatizaba la influencia comunista, y aun soviética, en el gobierno. Por otra parte, muchos oficiales sobornados por Peurifoy se plegaron a la campaña golpista. También temían que, como consecuencia de la Reforma Agraria, se produjera una rebelión de los campesinos y trabajadores rurales que, como en el pasado, enfrentara a los mandos militares. A este recelo contribuyeron las invasiones de tierras que, sin la autorización de Árbenz, impulsó –entre otros– el dirigente comunista Carlos Manuel Pellecer, en un accionar que constituía, desde una mirada indulgente, un irreflexivo acto de provocación.
A principios de junio de 1954, los comandantes se reunieron con el presidente para agradecerle la entrega del armamento. En la ocasión, le presentaron un cuestionario para que aclarara sus conexiones con los comunistas. Esta presión corporativa sobre quien era la autoridad máxima del país marcó un quiebre en el vínculo entre ambos. No obstante, Árbenz se comprometió a responder en una futura reunión que se concretó el 14 de junio. Pero las respuestas al cuestionario no resultaron satisfactorias para el amplio grupo de oficiales asistentes, quienes le dieron un plazo perentorio para expulsar a los comunistas.
El 25 de junio, Honduras acusó a Guatemala de agresora y se instaló un alarmante escenario: la posibilidad de una guerra en la que Honduras, aliada con Nicaragua y los Estados Unidos, invadieran Guatemala. Árbenz ordenó al jefe de las fuerzas armadas, Carlos Enrique Díaz de León, que proveyera de armas a las milicias de trabajadores y campesinos. Pero Díaz no cumplió la orden: la traición se había consumado, quedando develada la gran incógnita del Departamento de Estado y de la CIA acerca del comportamiento de las fuerzas armadas guatemaltecas frente a la invasión.
De inmediato, el 27 de junio de 1954, el presidente legal de Guatemala entregó su renuncia a Díaz y luego dirigió un mensaje al pueblo guatemalteco en el que acusó a la UFCo., los monopolios norteamericanos y los círculos gobernantes de Estados Unidos por la responsabilidad del ataque a Guatemala. Asimismo, señaló que, si bien argumentaban la existencia de la influencia comunista, en realidad, aquellos intereses financieros temían que el ejemplo de Guatemala fuera imitado por otros países latinoamericanos. Reconoció que debió luchar en “condiciones difíciles” y que la soberanía popular sólo se podía mantener si se contaba con los elementos materiales para defenderla. Según el analista Ronald M. Scheider, “los sucesos de la última semana del régimen de Árbenz demostraron que en Guatemala el comunismo no había llegado a ser un movimiento popular… Si bien ejercieron mucha influencia a través de estratégicas posiciones que alcanzaron en la estructura política, más bien sencilla, del país, los comunistas no tuvieron suficiente tiempo para construir una base amplia o echar sus raíces profundamente”.
Tampoco se comprobó la existencia de una intervención soviética en los asuntos guatemaltecos que justificara el derrocamiento de Árbenz. El citado Scheider demostró que nunca se encontraron pruebas que evidenciaran el involucramiento de la Unión Soviética en los asuntos del país centroamericano. El propio Foster Dulles admitió que “sería imposible presentar evidencias claras que ligaran al gobierno de Guatemala con Moscú”.
A partir de la caída de Árbenz, Peurifoy acentuó su rol protagónico como coordinador de los hilos conspirativos pergeñados por la CIA, estableciendo las condiciones de la sucesión. El embajador, con una pistola en la cintura para hacer más convincentes sus designios, aceleró los tiempos para alcanzar su objetivo: imponer al coronel Castillo Armas como presidente. Por su parte, el presidente Díaz estaba dispuesto a expulsar a los mercenarios “liberacionistas” y se mostró reticente a ajusticiar a los integrantes de una lista de presuntos comunistas que le presentó Peurifoy. El embajador veía cómo se complicaba su “trabajo”, ya que una comisión de la ONU estaba a punto de arribar y comprobar la invasión. Pero un nuevo y oportuno bombardeo sobre la ciudad de Guatemala, a cargo de un piloto contratado por la CIA, tuvo como desenlace la renuncia de Díaz al día siguiente de su asunción.
Una junta presidida por el coronel Elfego Hernán Monzón asumió el gobierno y mostró mayor docilidad que su antecesor. En principio, Monzón no quiso reconocer un estatus oficial a la “fuerza liberacionista” y no estaba dispuesto a negociar con Castillo Armas. Peurifoy promovió un encuentro en El Salvador entre Monzón y Castillo Armas, que culminó con un acuerdo de paz por el que Castillo asumiría la presidencia de la junta, hasta la convocatoria de elecciones presidenciales. Junto a Peurifoy, patrocinando el acuerdo, se encontraba el nuncio apostólico, monseñor Gennaro Verolino. De esta manera, el éxito coronó los objetivos golpistas: por fin Castillo Armas llegó a la ciudad de Guatemala –no encabezando la “fuerza liberacionista”–, sino en el avión diplomático de Peurifoy, asumiendo el mando de la junta el 8 de julio de 1954. Así se consumaba lo que Foster Dulles llamó “una gloriosa victoria”.
Decidido a no perder más tiempo, Castillo disolvió la junta y convocó a un plebiscito popular para el 8 de octubre: como candidato único, obtuvo más del 90% de los votos. A partir de entonces se acentuó la política destinada a extirpar la herencia del gobierno de Árbenz. Para ello contó con el apoyo total del ejército y de la Iglesia, de la burguesía agroexportadora y, fundamentalmente, de los Estados Unidos. Desde el golpe de Estado, los sindicatos y organizaciones políticas que habían apoyado la revolución fueron declarados ilegales. Centenares de personas buscaron asilo en las embajadas de México y Argentina. Más de 5.000 campesinos poblaron las cárceles y los activistas rurales huyeron de sus comunidades. Cientos de campesinos y dirigentes sindicales rurales fueron asesinados. La mayoría de los labriegos perdió las tierras ganadas durante la revolución. La UFCo. recuperó las tierras expropiadas. Además, fue cancelado el derecho a votar de los analfabetos, en su mayoría indios. Se anularon las enmiendas efectuadas al Código de Trabajo de 1947 que garantizaban derechos a los trabajadores y sindicatos. Desde entonces, Guatemala nunca fue la misma.
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